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domingo, 7 de julio de 2013

BOLIVIANO MIGRANTE


(Esto lo escribi para el taller literario del profe Sebastian Zaiper Barrasa en 2010! ¿que loco, no?. Digo por lo del hermano Evo...)


Josè habìa sido mercader de frutos, como le gustaba llamarse en su Oruro natal. Tenìa un puesto de verduras gigantesco en el mercado en donde le arrebataban el sanky, el amaranto y las uvas mas ricas de todo el pueblo. Hasta que llegò la inundación. Y tuvo que irse con lo puesto.
Lambeth, era el barrio mas pobre de la ciudad màs rica de Europa: Londres.

Ahì cayò èl, en vuelo directo desde el altiplano, sin mas papeles que la direcciòn de un cuarto en los fondos de un tugurio, anotada a los apurones antes de subir al aviòn.
El idioma aymarà y el inglès no tenìan muchos puntos en comùn. Y Josè Quispe, el boliviano, el verdulero de los dientes de oro, llorò y llorò durante nueve dìas y sus correspondientes noches.

En la pocilga estaba hacinado junto a cinco paisanos màs. Dos holandeses consumidores de crack, que hacìan artesanìas con zapatos viejos y un argentino, que les cebaba mates con "Lady Di", una pava vetusta que emitìa un graznido horripilante cada vez que el agua estaba por hervir.
-La tristeza me està matando-, se dijo en voz alta la primera tarde que quedò solo y borracho en el cuartucho. Y como pudo, llegò hasta la ventana intentando tomar aire fresco, balbuceando en aymará…
Pero Lambeth era lo màs parecido a un sauna finlandés en plena ebullición, como Lady Di, que graznò sobre la hornalla por mas de veinte minutos.

Josè Quispe intentó preparar unos buenos mates, como le habìa enseñado el argentino. Eso si: dulces, como el sanky boliviano. Lo màs parecido a edulcorante que encontrò fue un polvo blanco en la mesa de luz de uno de los holandeses. Ricos los mates de José…
Sintiò un mareo descomunal y, de tantas vueltas que daba su cabeza, parecìa transportarse de nuevo a Bolivia. El cuerpo se le empezò a aflojar. Intentaba chasquear los dedos de las manos, pero no los sentìa: se les desmoronaban frente a sus ojos como arena seca. Intentò un grito desgarrador: su garganta solo atinò a un cuack, cuack, dèbil, como de pato disfònico.

El ambiente tenìa un olor entre agrio y dulzòn, como fresias recièn cortadas mezcladas con la humedad y el whisky. El verdulero largaba carcajadas cuando escuchaba a Lady Di silbar tan graciosamente. Y lloraba cuando recordaba el altiplano.

Un viejo zapato de tap, transformado en làmpara moderna le ayudò a ver para escribirle a su madre, que quedò del otro lado del mar: -Ruèguele a la Virgen de Copacabana, que no me haga morir lejos de mi tierra…-
 

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