Entradas populares

lunes, 26 de abril de 2010

LINEA C, A RETIRO

Desde hacía varios meses tomaba el subte de las dieciocho cero siete en la estación Lavalle y bajaba en Retiro. Después corría a colgarse del tren que lo llevaría a su casa, en Villa del Parque.

Barba espesa, entrecano, vestía siempre traje de corte italiano, mocasines impecables y portaba un infaltable maletín negro: quizá era oficinista, abogado ó un desocupado más de la jungla de cemento. Ese lunes pudo, a los codazos, sentarse cuando una señora gorda bajó con toda su humanidad en Estación General San Martín.

Puso el maletín apretado entre sus piernas, cruzó los brazos y se fue quedando profundamente dormido. Tanto que, cuando llegó a Retiro alguien le tocó el hombro para que despierte. Lo primero que le llamó la atención fueron sus propios pies: sandalias turquesa de cuero de víbora y taco aguja. Finísimas.

Una sutil taquicardia comenzó a invadirle su cuerpo, su alma y sus emociones. Palpó las tetas gigantes que le explotaban desde un corpiño negro con encaje y se miró, sin querer verse, a través del reflejo de la ventanilla: el cabello largo y rubio le llegaba hasta la cintura. La pollerita no, apenas iba dos milímetros debajo de sus anchos glúteos; y el agente de seguridad que la invitaba a salir del vagón le susurraba bajito preguntándole cuanto le cobraría por un rato en el túnel de la línea C.

Entre lloriqueos y desconsuelo, sin dejar de aferrarse a su maletín, fue metida esposada al patrullero.

Disturbios en la vía pública, gritó el policía por el radio, y volvió a repetir la frase a la entrada de la comisaría, arrastrándola como si fuese una asesina. Y fue a parar a la jaula de los leones.

Le labraron un acta por no acatar las órdenes y resistencia a la autoridad, cuando intentó retener su preciado bolso de cuero.

Se escuchaban las risotadas: el circo romano había comenzado en el calabozo y los espectadores se agolpaban a uno y otro lado de las rejas.

Una mujer policía, máquina de escribir en mano, describía frente a un falso testigo, el contenido del maletín:

-corrector de ojeras: once

-lápiz labial rojo: cuatro

-pañuelos descartables: varios paquetes

-fotos de Nazarena Velez: veintitrés

-preservativos: dieciocho, once saborizados, el resto de los comunes.

-Estampita del Opus Dei: una. Medallita de la virgen Desatanudos: una.

-Carnet de socio 4567 de Atlético de Tucumán: uno

-folletos con la leyenda: “SEÑOR VECINO DE VILLA DEL PARQUE: HAGAMOS JUSTICIA. HAGAMOS PATRIA. ERRADIQUEMOS DE NUESTRO MUNICIPIO TRAVESTIS Y GAYS QUE ALTERAN NUESTRA VIDA COTIDIANA Y SON UN MAL EJEMPLO PARA NUESTRAS BENDITAS FAMILIAS. MARCHEMOS TODOS LOS LUNES A LAS CUATRO DE LA TARDE A FLORIDA Y LAVALLE PARA HACERNOS ESCUCHAR. Cantidad: mil doscientos cuarenta y siete.

-Documento nacional de identidad: 14.567.908: a nombre de Juan José Ibañez, uno.

Los gritos de pidiendo socorro, yo no se que pasa acá, me lastiman, me quieren violar, fueron captados por el camarógrafo de un canal de cable que casualmente hacía guardia en lugar.

Mientras los policias se divertían repartiendo folletos, preservativos y fotos de Nazarena entre el público presente, le labraban otra acta por hurto calificado y usurpación de identidad…

















jueves, 15 de abril de 2010

EL SECRETO DEL HECHICERO

Erase una vez un mago que vivía cerca del río. Era un mago muy solitario; nunca nadie lo visitaba, pero un día, un chico llamado Nicolás tocó su puerta.


El mago asombrado se encuentra con el niño y le pregunta que le había pasado, porque el niño estaba sucio y tenía frío. El mago lo hizo entrar y le dió una taza de chocolate caliente. El mago le pregunta por segunda vez que le había sucedido. El niño le cuenta que un monstruo lo atacó en el bosque,

A lo que el mago le responde -no, los monstruos no existen-. - y si, yo lo vi-, dice Nicolás. Entonces fueron juntos a investigar. El mago tomó una linterna y se fueron al bosque. Luego de tres días de campamento y búsqueda encuentran una cueva. Allí estaba el monstruo indefenso y herido. Al ver eso el mago hace un truco y lo cura. El monstruo agradecido les confiesa que el era un hechicero y le entrega su libro mágico de hechizos. Al ver que eran buena gente, les cuenta que una hechicera malvada lo convirtió en monstruo, pero para romper el hechizo debería llegar a la cima de la montaña: -alli se encuentra una flor llamada Ailén, que es mi cura-.

Nicolás dijo: !te ayudaremos!- Y salieron al amanecer. Empezaron a escalar, y luego de tanto esfuerzo contra vientos y lluvias llegaron a la cima.

El hechicero tomó la flor entre sus manos y se curó. Nicolás y el mago se pusieron muy contentos de haber podido ayudar. Juraron reencontrarse cada seis meses para transmitirse todos sus conocimientos.

LUCAS CABIEDES
TIENE ONCE AÑOS Y ESTE CUENTO FUE SELECCIONADO PARA EL PRIMER CERTAMEN NACIONAL DE LITERATURA INFANTIL TIME OF BOOKS
Cursa sexto grado B , en la escuela Santa Rosa de Lima de la ciudad de La Plata. Tiene una hermana, Florencia Ailén de seis añitos.
Es del  Pincha. Juega al fútbol y hace teatro. Y tiene inquietudes como todo niño que quiere conocer el mundo. Y también escribe. Y lo hace muy bien.

viernes, 9 de abril de 2010

SALA DE ESPERA

Cuatro. Apenas entrò, la morocha se enganchò las medias de red con una astilla que sobresalía de la vieja mesa que estaba en la sala de espera. Se mordió los labios. De la bronca que tenía, comenzó a practicar con sus cuchillos afilados frente a la mirada temerosa de todos los que estaban esperando antes y después que ella.


Número cientotrece. La mala suerte estaba disfrazada de concurso de talentos y la enana barbuda que no le quitaba los ojos de encima a la morocha, hacía foco en su ombligo tatuado.

La chica era buena con los cuchillos, pero a su alrededor, se fue haciendo un hueco; no era cuestión quedarse sin un ojo, un dedo ó sin las partes pudendas, fileteadas como para una brochette…

Quince. Uno menos y ni se nota. El hedor no cambia: se transforma en goma pegajosa debajo de las axilas y las espaldas de los aspirantes a la fama tambaleante. La morocha de los cuchillos se rascaba los brazos con un Tramontina pizzero. Parecìa arrancarse la piel de a pedacitos: -shik…shik…shik… Los ojos de la enana se agigantaron en un segundo y de un salto se corrió al lado del mono con navaja, que le regalò un chillido de bienvenida invitándola a sentarse a su lado.

Treinta y ocho -Te abrocho-, alguien dijo por lo bajo, mientras fagocitaba con su cuerpo a la morocha de los Tramontina, cada vez que ella se inclinaba a levantar los cuchillos.

La chica mirò de reojo. Un filo de bisturì se reflejaba en su mirada. Y descubrió al autor de la temeraria frase: el falso mago con el conejo de peluche rosa, se disculpò antes de cualquier advertencia. Y la morocha le dedicò un concierto de piruetas afiladas que, entre cuchillo y cuchillo fueron despeinando al mago. Se aferró a la pared con sus manos como si fueran garfios, tan clavadas en el empapelado violeta, como los filos estaqueados sobre su cabeza. Y se escuchò bajito el padre nuestro.

Noventa y cinco. El ùltimo cuchillo fuè para el oso: como una sandìa partida en dos, se desparramó la pulpa de fantasía que tenía por relleno. Todas las baldosas de la sala fueron testigos del tremendo aterrizaje de la Mujer Objeto, así decía su remera, y El Mickey Mouse venezolano que, haciendose el distraìdo, saludaba al mejor estilo Hugo Chavez...

Noventa y seis. De tanto en tanto a la chica de los cuchillos se le entrecerraban los ojos y parecía jugar a la ruleta rusa, porque se rascaba los rulos con la punta de un Tramontina de cortar pescado, mientras con su otra mano convidaba vino tinto de una damajuana y todos brindaban sin saber porqué. Porque sí. Por el aguante. Por la fama. Por el talento…

Noventa y siete. De tanto en tanto a muchos se le entrecerraban los ojos y ya no habìa cuerpo que aguante. La chica de los cuchillos fué desmayando su borrachera graciosamente hacia los costados de un sillón fluorescente.

Con la punta de una Victorinox se hizo un tajito en el dedo índice: el empapelado violeta fue el objetivo del graffiti de la morocha: apurensé que quiero ser famosa.

Ciento trece. Parece que la morocha se durmió profundamente. ¿Paso yo? Preguntó la Mujer Objeto