El viejo volvìa solo del cementerio con la tristeza opaca que da la viudez reciente y la certeza de la infelicidad futura, sin mujer sin hijos y como herencia de amor, el embargo de todos sus bienes y la crudeza de todos sus males haciendole relàmpagos en su cabeza. Entonces sus fantasmas se colaron por la tranquera esquivando tàbanos abejas y recuerdos felices y otros no tanto, justo que el cura le venia a decir que no lo podìa confesar, porque dentro de los objetos sancionados por la justicia terrenal, la libreta de casamiento no estaba excenta de culpa y cargo. Entonces llorò sobre el hombro del padre Emilio dos horas y veintisiete minutos de corrido, repitiendo frases inconexas y moqueando que como voy a seguir viviendo sin hogar, sin la cama tibia de retazos de girasoles, y la dentadura postiza de ella burbujeando buenos dias por las madrugadas. Quizà no todo estè perdido y la justicia divina se haga cargo de su parte, dijo el padre Emilio y se ofreciò interceder ante el abogado que llevaba la causa del embargo de la casita, la cosecha de duraznos en lata y una colecciòn de bichos bolita, mas treinta y seis cabezas de ganado, perdidos en la mesa de truco de un tugurio del pueblo vecino. Entonces, el viejo se durmiò al costado del camino polvoriento acunado por la luna llena, y el eco de la voz de la difunta rogàndole que no juegue mas que la iba a matar de un disgusto. Y cartòn lleno: a la semana se muriò de tristeza y de billetera vacìa de cuatro de copas.
Con el sol asomando entre los nubarrones y la
sombra de un perro vagabundo llegò el cura con una buena noticia y una robusta
moza, conocida del viejo, que le espantaba las moscas del peluquìn al padre
Emilio y le tiraba lenguetazos de ternura y de ternera al viudo desesperado. De milagro pudo salvarle ese bien ganancial, pero
la justicia terrena tiene sus vericuetos y la exigencia para terminar con una vida
de juerga marcada como un hierro en el
cuero vacuno tenìa una enmienda a parrafo seis, que el viejo aceptò sin chistar.
Que conste en acta ante dos testigos, el propio cura y el perro, que debìa
casarse con la Araceli
y recuperarìa, en ese mismo acto, al menos dos colchones de alfalfa y el
galponcito de las herramientas.
Habrà que empezar de nuevo, pensò el viejo, agradeciendole
al cura mientras los casaba de luto y llevaba por el lazo a su flamante esposa.
Y la Araceli
decìa que sì, decìa que mu, que mas que esposa era una prima, pues se conocian desde que ella berreaba bajo
las ubres de su madre allà por fines de los noventa. Palmeò las ancas de su flamante esposa marmolada y pensò por un
instante, que la vida te da sorpresas pero no tanto, y que lo importante es
tener un colchòn donde descansar despues de tanta vida loca, y que tan fea no
era la Araceli
como para despreciarla, ni tan malo era ser esposo de una vaca que solo
respondia mu, a lo sumo mu-mu, y que ademas era atenta y servicial a la hora de
la intimidad inflando sus ubres tibias y jugando al carnaval làcteo todas las
noches de estrellas fugaces. Pero, llegado el dia era dulce de leche y pan
lactal. Sombra y tendedero. La
Araceli estaba feliz de no ser una mas, sino la unica vaca
casada y trabajadora. Aunque extrañaba un poco a sus hermanas embargadas, el
destino le jugò una sorpresa, y en poco
tiempo heredò algunas deudas, el cadàver del viejo con el as de espadas atragantado
en el pescuezo, y trescientos cuarenta y
ocho frascos de dulce de leche Padre Emilio,
que mas de una vez el cura intentò comprarle,
y la Araceli dijo hasta el cansancio que ni mu y siguiò
solita con su negocio. Hasta que apareciò un toro campeòn, pero esa, ya es otra
historia…
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