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sábado, 18 de septiembre de 2010

GISEL


Casi siempre se sentaba al lado de la puerta. Y casi siempre en actitud de huir cuando escuchara alguna frase que rozara su piel sensible. Su panza estaba aterrada y lo reflejaba en las muecas de su cara. Los ojos mirando la nada. Las pocas palabras entrecortadas y el llanto silencioso que compartía con Piki, su única amiga.

Ocho meses de embarazo la separaban a Gisel de sus dulces dieciséis, de la escuela nocturna, y de aquel trabajo vendiendo trapos y lavandinas casa por casa, en una bici prestada, que tenía por frenos unas viejas Topper deshilachadas.

Su ombligo estaba sensible por el frío, por el futuro y por las palabras: Trolita, como la madre, andá a saber de quién es el pibe...

Gisel no tenía miedo por ella misma, sino que, (como ordenaba Herodes, en el relato bíblico), sabía que iba a ser perseguida, encontrada y convencida de que era lo mejor: entregar a su bebé en adopción. Estaba escrito. Era palabra de dios. El cura ya había negociado con el tipo que donó la imagen de Santa Teresa para la parroquia del barrio.

Ahora estaba allí. Cerquita de la puerta. Esperando el plato de comida, como todos los demás. Como todas las noches.

Nunca se animaba a sentarse más al fondo. No era cuestión que no pudiera huir y le arrebaten su panza de las manos…

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