Cuando mi error y tu vileza veo,
contemplo, Silvio, de mi amor errado, cuán grave es la malicia del pecado, cuán
violenta la fuerza de un deseo.
Sor Juana De La Cruz
El no se animaba. Ella tenìa ganas. Tenìa apoyada su cabeza
sobre el hombro y se enganchaba el
cabello de èl, entre sus dedos temblorosos. Le susurraba que no lo querìa. Que
no lo amaba. Pero que lo deseaba. El tambièn la deseaba, la soñaba, la buscaba
entre la gente, entre las caras frìas enrolladas de bufanda. Pero los fantasmas
grises revoloteaban sobre los dos. Hasta que ella le pidiò que cierre los ojos.
Le estampò un beso de miel y culpa en la boca y se atragantò con su lengua y su
licor de saliva dulce. Y tanto jadearon calor y escalosfrios, que empañaron el
ventanal del bar donde se escarchaba el cafè con leche. Y las medialunas eran
la merienda del chico que vendìa fresias blancas. Y al mozo se le cayò la
bandeja de gaseosas para la: ¡mesa seis! Y la chica de anteojos que conversaba
en alemàn con sus amigos dijo: ¡Mein
Gott!
Ella y èl salieron corriendo al kiosco de
lado. Ella pidiò una hoja. El le repitiò que no me quieras. La chica pegò alli el
beso, los jadeos y los notequieroperotedeseo.
Tres copias de cada una. Mejor siete, una para cada dìa de la semana. Hasta
verse la pròxima vez dentro de varios meses. Para repetirse que no pueden
amarse hasta la estratòsfera. Para besarse sin comprometerse hasta el
obelisco. Hasta que se congele de nuevo
el cafè con leche con dos sobrecitos de culpa descafeinada...