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lunes, 27 de septiembre de 2010

DE CHOCOLATE Y MIEL

Le pidió. Le rogó a Rocío que se acerque a su oreja y le susurre besos despiadados. Ella posó su nariz en el borde de la camisa a cuadrillé de Martín. Y no pudo.

Dos abejas. Tres, cien, zumbaban tratando de arrebatarle a Martín su olor a perfume dulzón, como de chocolate caliente para llevárselo al panal de miel azucarada. Como los besos que él imploraba.

Rocío estornudó despacito, para que no los piquen y los dejaran en paz. Pero no se fueron. Y ella no podía acercarse.

Quiso posar los labios entreabiertos en el cuello de Martín y el ruido del tren la estremeció...

El silbato fue como un trueno que aceleró el corazón de Rocío y el aleteo de las abejas. Y, en venganza, antes de darse por vencidas y huir, succionaron el perfume de la camisa. De la piel y de la barba.

Igual, Martín olía muy rico. Y por fin, Rocío pudo mancharlo de brillo rosado y pegotearle sus labios sellando cada centímetro de su cuello, cada milímetro de su respiración entrecortada, entrelazadas sus cabezas. Entretenidas sus miradas. Estremecidas…

Rocío sentía las punzadas en su vientre y en sus piernas: el aleteo de otras abejas, escondidas dentro de su cuerpo preparaban néctar y miel acaramelada.

Y Rocío siguió. Siguió. Recorrió todo el cuello de Martín hasta su boca, hasta encontrar de nuevo su lengua jugosa. Despacio, muy despacio. Y un dedo suyo comenzó a juguetear simulando arrancarle la camisa.

Hasta que, un botón excitado, extasiado, cayó haciendo clin, clin, clin, contra las baldosas sucias de la estación…

(la pintura que ilustra este cuento es un cuadro que pinté en los años noventa: Estación Tolosa, donde trabajaba mi viejo)

sábado, 18 de septiembre de 2010

GISEL


Casi siempre se sentaba al lado de la puerta. Y casi siempre en actitud de huir cuando escuchara alguna frase que rozara su piel sensible. Su panza estaba aterrada y lo reflejaba en las muecas de su cara. Los ojos mirando la nada. Las pocas palabras entrecortadas y el llanto silencioso que compartía con Piki, su única amiga.

Ocho meses de embarazo la separaban a Gisel de sus dulces dieciséis, de la escuela nocturna, y de aquel trabajo vendiendo trapos y lavandinas casa por casa, en una bici prestada, que tenía por frenos unas viejas Topper deshilachadas.

Su ombligo estaba sensible por el frío, por el futuro y por las palabras: Trolita, como la madre, andá a saber de quién es el pibe...

Gisel no tenía miedo por ella misma, sino que, (como ordenaba Herodes, en el relato bíblico), sabía que iba a ser perseguida, encontrada y convencida de que era lo mejor: entregar a su bebé en adopción. Estaba escrito. Era palabra de dios. El cura ya había negociado con el tipo que donó la imagen de Santa Teresa para la parroquia del barrio.

Ahora estaba allí. Cerquita de la puerta. Esperando el plato de comida, como todos los demás. Como todas las noches.

Nunca se animaba a sentarse más al fondo. No era cuestión que no pudiera huir y le arrebaten su panza de las manos…